domingo, 10 de agosto de 2014

Ha muerto Juan Ignacio Ferreras




Fue mi maestro en muchas cosas y por mucho que intento recordarle como un buen amigo, una y otra vez solo me sale el maestro.

Jamás fue profesor mío. Le conocí ya jubilado, teniendo ya más años que los que tenía.

Leí mucho, muchísimo suyo, pero solo una mínima parte de su odisea enciclopédica. Y me gustaban sus ensayos, especialmente conociéndole en persona. Tenía una mente lúcida. Joder, tenía una mente jodidamente lúcida. Pero, a pesar de lo mucho que le he citado y le he tenido en mente, no es lo que escribió la razón por la que le considero un maestro mío.

Me lanzaba muchas perlas, algunas (las mejores) malintencionadas, pero tampoco aquello representó su verdadero magisterio. (Aunque debo admitir que cambió con ellas muchísimas de mis maneras de pensar.)

Nop. No fue todo eso por lo que le consideré mi maestro, sino por su manera de reírse diciéndome (con ojillos de niño con caramelo): «Sí, está bien, está bien...» y acompañar mi discurso con una addenda fractal mucho más profunda e irónica.

De acuerdo, ante todo se habría burlado con esto que acabo de escribir de la «addenda fractal». Aborrecía la pedantería (aunque adoraba las palabras y recuperarlas y salvar las poco usadas) casi tanto como aborrecía la postmodernidad. Y eso que cuando yo conseguía pillarle con un relativismo iluminado, sabía reconocerlo con un «Sí, está bien, está bien...» y esa sonrisa abierta. Pero adoraba la vieja escuela y leer mucho y profundizar mucho en los textos y conocer el pasado y su relación con el presente y dejarse de relativismos.

No era más que un viejo rojo, ateo, anti-español y literato. Era un escritor.

Lo que aprendí con esa sonrisa fue, al final, que hay un placer enorme en cierta forma de sentarse a charlar, riéndose de todo, y profundizar así de verdad. Sin ser nunca demasiado serios.


Renegaba de los filólogos, aunque adoraba la filología. Detestaba basar el estudio de las novelas en la acumulación de datos y datos, aunque se exigía a sí mismo conocerlos todos antes de empezar el verdadero estudio.

Se consideraba un sociólogo de la literatura y era, en realidad, un marxista de la literatura que defendía que Marx había sido muy mal profeta.

Me enseñó la gran clave sobre el Lazarillo, que repito una y otra vez en mis clases y que nadie ha entendido más que quienes le han escuchado. Una asquerosa novela, este genial Lazarillo. ¿Entonces no es una obra maestra, Juan? Sí, está bien, está bien... Pero el que la escribió era un tío despreciable.

Y publicó la mejor edición del Quijote que existe.



Y su casa era una biblioteca maravillosa, que contenía (contiene) todo lo que aprendí a odiar tras estudiar Hispánicas en la Complu, contagiado por mi pasión por la teoría de la literatura. Y en su casa me daba cuenta, al visitarle, que debía leer todos esos libros, que no era digno de hablar ante él sin haberlo leído, sin volver a hacerme filólogo. Y que los disfrutaría.

Recuerdo a Juan llamando «ese cabrón» a mi adorado Unamuno y al (cabrón, sí, cabrón) genial Quevedo. Él, más que nadie que haya conocido, ha sabido mirar a los ojos a los escritores muertos, hablar de ellos como tíos a los que conociera en persona. Para él, la muerte del autor no era suficiente muerte para aquellos que intentaron ponerse por encima de los demás, defender a la puta España (que saltó, como siempre decía, de la Edad Media a la postmodernidad sin pasar por su adorada modernidad) o mantener tradiciones, supersticiones y jerarquías.

Y me presentó a mi ya grandísimo amigo Daniel, que le quería como a un padre a pesar de ser su hijo, y que acaba de darme la noticia. Puta mierda.

Juan creía en la gente en la que cabía creer. Renegaba de las instituciones, de los hipócritas, de los trepas, de los retorcidos, de quienes no tenían principios y, sobre todo, de los ignorantes que pretendían dirigir el mundo. Juan era demasiado culto para todo.

Tenía 85 años. 4 de agosto de 2014.

Y era demasiado culto para la muerte, a la que esperó con serenidad. Él, un amante de la vida, un enemigo de la muerte y, por tanto, de España (la gran amante de la muerte a través de todas sus religiones, sus cuadros, sus novelas, sus poesías, sus tradiciones, sus gobiernos...).

Para él, había tantas cosas que eran una mierda... Pero siempre las explicaba con una sonrisa. Aunque, antes que tanta profundidad, siempre me preguntaba más interesado que en cualquier otra cosa: «¿Cómo te va? ¿Eres feliz? ¿Qué tal con las mujeres? ¿Qué tal en la universidad? No te quieren allí, ya te lo digo.» Todas esas preguntas que ya casi nadie hace a otra persona, por amigo que sea. Esas eran cosas que le importaban.

Juan fue mi maestro en la camaradería intelectual. Por eso nos decíamos Daniel y yo que seguirá echándonos la bronca desde sus libros, como siempre, por amar tanto los comics, las series y todas esas cosas que tan poco le interesaban.

Porque de él no queda más que eso: la camaradería intelectual. Se encuentra en otra semiosfera. Pero eso son solo significados, sin nada real en ellos.

No queda más que el recuerdo. No queda nada de él.


Y esa es la verdad que él querría que tuviéramos presente hasta el tuétano. Que no hay un mañana.


domingo, 22 de junio de 2014

2001: A Space Odissey, de Stanley Kubrick: una deconstrucción lírica de la narrativa nietzschiana

Hace demasiados años que escribí este artículo, aunque nunca llegué a publicarlo. El motivo de haberlo guardado es que, como se verá, se trata de un texto muy simplote, ya que nunca ahondé en bibliografía secundaria para confirmar datos e intuiciones y, desde luego, para comprobar qué hay de originalidad en todo lo que digo. Seguramente, poco o nada. Me extrañaría que nadie hubiera desarrollado antes la relación entre la película y el filósofo alemán. En definitiva, es más un acercamiento personal que un análisis riguroso.




La ficción prospectiva ha sido siempre un género poco amable con la poesía. No existen apenas poemas acerca de batallas espaciales ni sobre nuevos mundos, ni siquiera acerca del amor entre criaturas de distintas razas [1]. Lo paradójico es que abundan las referencias en muchas novelas prospectivas a lo fascinantes que serían este tipo de poemas, como los poetas militares de Lágrimas de luz, de Rafael Marín, el poético lenguaje de Babel-17, los poemas antisociales de Dhalgren —estos dos últimos de Samuel R. Delany— o las numerosas referencias de Ursula K. Le Guin en textos como La mano izquierda de la oscuridad, El eterno regreso a casa o El relato.

Parecería que se trata de una atmósfera de especial complicidad con la lírica. No obstante, la estética formal ―a pesar de los intentos de la llamada New Wave (una renovación experimental del género en los años sesenta)― no ha sido por lo general lo más característico de la ficción prospectiva y, en consecuencia, su poesía no ha sido apenas desarrollada en el texto escrito.

Sin embargo, y continuando con las paradojas, sí ha sido uno de los factores más importantes dentro de la ciencia ficción cinematográfica, donde encontramos mayor abundancia de lirismo que en cualquier otro género cinematográfico. Incluso películas célebres de ciencia ficción por sus ideas o por su tensión narrativa se regodean a menudo con imágenes que ralentizan el ritmo y cuya principal finalidad es la estética. No una estética vacía, de acuerdo, sino llena de sentido: al igual que la estética de lo lírico, que tiende a detener el tiempo, regodeándose en el espacio.

Entendemos tradicionalmente que lo lírico se diferencia de lo narrativo en el movimiento de este; en la lírica el tiempo parece detenerse y sólo el fluir del pensamiento y las sensaciones encadenadas de los conflictos sentimentales hacen avanzar verso a verso cierta causalidad. En la narrativa importa el hecho y la consecuencia que este hecho tiene en el siguiente, convirtiéndose de este modo los hechos en sucesos. La narrativa nos muestra el devenir desde la causalidad. La lírica mira desde fuera lo ya acaecido.

Por ello sabemos que el tiempo es el elemento importante de la narrativa. El espacio, el de la lírica. Ambos —tiempo y espacio— se encuentran presentes en los dos géneros, pero sólo uno reina en su terreno característico.

Películas como Gattaca, Blade RunnerAlien, Dune o I.A. se caracterizan por el lirismo de muchos de sus momentos. Podríamos decir que, en cine, la ficción prospectiva ha profundizado precisamente en el aspecto en el que ha caminado más lentamente en literatura. No podemos olvidar, por supuesto, que existen Crónicas marcianas y los relatos de Clifford D. Simak, entre otros muchos ejemplos de lirismo. No obstante, la lírica ha disfrutado de un especial interés en el cine.

Precisamente la primera demostración de las posibilidades estéticas del género se debe a su película más lírica: 2001: A Space Odissey.

Cuenta la leyenda que, preocupados por lo avanzado del rodaje, los productores pidieron a Kubrick que les diera al menos una copia del guión, y que el ególatra inglés les envió un libro con todas sus páginas en blanco y, grabado en el lomo con letras de oro, el título de la película.


Bien, nos encontramos ya ante un evidente acto lírico. Tan incomprensible desde un punto de vista lógico, quizás, como muchas secuencias de la película pero, al igual que todas ellas, muy lírico. ¿Quería decir Kubrick que no podía escribirse la idea con palabras? Recordaré la respuesta de Kurosawa cuando le pidieron que explicara una de sus películas «Si hubiera podido hacerlo con palabras, lo habría hecho. Y no habría tenido que hacer la película». No olvidemos esta anécdota mientras comentamos 2001.

Como tantas veces se ha defendido, 2001: A Space Odissey pasó por ser la primera película «seria» de ciencia ficción. Esta calificación ―a falta de una más académica― descalifica excelentes películas como The Day the Earth Stood Still, The Thing from Another World o Forbidden Planet. No obstante, desde un punto de vista de producción y distribución, y desde luego si contamos la consideración de la crítica de su tiempo, no deja de ser un hecho. Los presupuestos y la atención de los medios de comunicación respecto a las películas de ciencia ficción hasta 1968 ―año de producción de la película― jamás llegaban a igualarse con los del cine de más renombre.

A menudo, se ha querido desprestigiar 2001 o incluso películas de similar prestigio ―como Blade Runner― alegando que «no son exactamente de ciencia ficción». Con ello, seguramente querían referirse a que no había en sus argumentos terribles monstruos alienígenas amenazando a unos pobres seres humanos casi indefensos.

Sin embargo, deberíamos cambiar nuestro concepto del género cinematográfico y acercarlo más al del género literario. Recordemos que la ciencia ficción, y dentro de ella lo prospectivo, es el género que muestra elementos fantásticos cuya explicación jamás es sobrenatural: realmente lo que es.

A partir de aquí, cualquier relato de ficción que muestre sociedades futuras o adelantos tecnológicos asombrosos será el vehículo del género de la ciencia ficción. La ficción prospectiva ―tanto literaria como cinematográfica― se convierte, por tanto, en un sistema estético con el que salirse de las coordenadas de los problemas de la sociedad actual para analizarlos desde fuera y de una manera verosímil. En este sentido, algunas películas aprovechan esta herramienta para desarrollos sociales, las aventuras o el cine de catástrofes o incluso lo filosófico, mientras que otras se quedan en el simple entretenimiento tendiendo a menudo al terror.

Por tanto, según los criterios expuestos, asumimos que 2001 es ciencia ficción prospectiva con todas sus consecuencias.

Para dar cuenta de ello, no se ha planteado este análisis asumiendo que 2001: A Space Odissey es una película cerrada, dependiente solo de un etiqueta genérica. Muchísimos símbolos están presentes constantemente y viene bien un esquema general para relacionar algunos conceptos. Sin embargo, las señales ofrecidas por Kubrick para entender cualquier esquema no son evidentes, sino muy abiertos, de modo que parecía interesante aventurar al menos una propuesta exegética que luego desarrollar en profundidad. Para ello, me he permitido analizar muchos de sus elementos para que la propuesta no quedara desvirtuada. ¿Es posible que así haya llegado a coincidir con la idea de Kubrick? Es posible, pero poco probable. Como sabemos, la intención del autor suele resultar muy complicada de descubrir; aún más en el caso de una película tan hermética como ésta.

No obstante, sí podemos apostar por una interpretación con la que, sueño, el director ―o al menos el espectador común― se encontrara satisfecho y que enriqueciera el disfrute de la película. Esta interpretación puede perfectamente unirse con otras que ya existen (incluso coincide con muchas) para aumentar el enriquecimiento de la obra. Podremos observar al mismo tiempo que esta manera de acercamiento coincide con cierto concepto evolutivo que posee la novela, pero que aún así el relato escrito se centra menos en los aspectos nietzschianos y más en los evolutivos. No obstante, una vez analizada la película, observamos que las diferencias son mínimas, aunque significativas.

Desde este punto de vista, podemos analizar la película a partir de una perspectiva particular ―la de este género― donde los distintos elementos del lenguaje cinematográfico toman la estética del género literario y se aúnan para obtener un objeto estético más allá de etiquetas, pero desde estas. Espacio, tiempo, dirección artística, montaje, interpretación, fotografía, música, guión, vestuario… parten en esta película del choque entre diferentes momentos de la Humanidad, tal y como lo han expuesto a menudo autores como Aldiss, Asimov, el propio Clarke o Simak. Para ser exactos, se nos presentan tres fases (aunque los actos en la estructura de la misma sean cuatro, como las noches de Nietszche en Así habló Zaratustra).

Dos de estos momentos de la Humanidad son ficcionales, es decir, se encuentran dentro del discurso cinematográfico; uno está basado en la especulación histórica y el otro en la especulación ficcional. El primero nos remite a la Edad de Piedra, con un grupo de primates primitivos. El segundo, a una estación y una nave espacial de un posible futuro.

El tercer momento no es ficcional, sino que se refiere al momento que está viviendo el espectador que se encuentra en el cine; pero sí es un momento estético. Esta coordenada temporal se encuentra entre las otros dos.

Toda la estética de la película se basa en el diálogo entre estos tres tiempos y, quizás, un cuarto del cual hablaremos en su debido momento.

Tiempo
Edad de Piedra
1968
Futuro
?
Naturaleza
Histórico
Histórico
Ficcional
Ficcional
Función
Estética
Estética
Estética
Estética
Localización
Película
Espectador
Película
Película/Espectador
Centro narrativo (espacio)
Tribu de primates
“Realidad”
Naves y estaciones espaciales
Habitación diociochesca/Cosmos

Las mismas transiciones entre los tiempos ficcionales resaltan la importancia del contraste entre ellos: entre la Edad de Piedra y el hipotético futuro se realiza un corte brusco, seco, dada la escasa importancia de la evolución humana del momento anterior al siguiente. La transición del futuro al cuarto tiempo, el de una evolución «real», precisa de una iniciación traumática.

Todo está narrado en cuatro actos (que no se corresponden a los cuatro momentos que defenderemos) y una obertura, mediante una estructura fractal (microestructura repetida una y otra vez con un desarrollo mayor en cada ocasión).

El hecho de que consideremos la importancia de 1968, el tiempo del espectador, reside en que supone un factor imprescindible de consideración de la obra. Como ya he afirmado, la ciencia ficción parte de lo verosímil no sobrenatural; por consiguiente, se plantea el argumento de la obra como parte de la historia real del ser humano. Si leemos o visualizamos El señor de los anillos, tenemos presente que los hechos descritos ni han ocurrido ni ocurrirán jamás. Por el contrario, en el género de la ciencia ficción ―siendo tan mentira como lo es de base cualquier arte, cualquier construcción enteléquica―, el pacto de ficción entre autor y espectador se fundamenta en ese espacio del mundo posible (Dolezel 1999: 13-54), donde lo verdadero y lo falso no son categorías pertinentes, ese espacio donde lo narrado podría ocurrir realmente.

No se nos regala, por tanto, un producto de evasión, sino una especulación de lo que podría ser la historia del ser humano. En este sentido, el año 1954 en que fue escrito El señor de los anillos no cuenta a efectos de la trama: no existe para los personajes ni para el espectador han existido los personajes de la Tierra Media. En cambio, el 1968 en que vivieron los primeros espectadores de 2001: A Space Odissey sí existió para Dave Bowman y Frank Poole ―los protagonistas de la película―, así como ellos podrían existir para los espectadores. El pacto de ficción adquiere una impresión distinta de verosimilitud y, por consiguiente, la película adquiere una dimensión especulativa diferente.

No nos confundamos, por favor: no pensamos que de verdad apareció un monolito en la Luna en 2001 o de que debería haber aparecido para constatar el valor de la película; si así fuera, su validez habría terminado hace cinco años, y no ha sido así. Por el contrario, los hechos narrados por Kubrick se basan en una idea consecuente de la Realidad respecto a nosotros mismos.


La ciencia ficción sirve, por tanto, para plantear reflexiones sobre nosotros mismos de una manera verosímil, pero sirviéndose de medios inaccesibles para la literatura realista.

Planteemos ahora, ante todo, la propuesta. La película podría suponer, ante todo, un golpe contra cierto existencialismo. Los planteamientos del sinsentido de la existencia humana se difuminan ante el planteamiento de Kubrick.

La trama es enormemente vasta y, al mismo tiempo, sencilla: la odisea espacial comenzó para el ser humano cuando aún era un primate y alcanza un punto de inflexión en el año 2001, cuando consigue trascender sus límites espacio-temporales y trascender con ello hasta vincularse mental e incluso, quizá, físicamente con el Universo. Para ello, es ayudado por una inteligencia extraterrestre que le ayuda a ir pasando distintos momentos de evolución, tal y como nos explica Clarke en la novela (de escritura posterior al rodaje de la película).

Por consiguiente, se trata de una película sobre nuestro lugar en el Cosmos; sobre el sentido de nuestra evolución como especie.  Podríamos desarrollar este tema a partir de una mujer de mediana edad que va a la oficina cada mañana (literatura realista); sin embargo, el llevar a la trama a los albores de la Humanidad y luego a un futuro más o menos cercano, coloca nuestro momento en un punto entre ambos que invita de una manera especial a la reflexión. Este punto está tan cerca del siguiente paso que se nos hace complicado no cuestionarnos sobre ello. Se nos está pidiendo que reflexionemos acerca de nuestra naturaleza y del relativo valor de nuestra tecnología.

Este tema principal se encuentra apoyado por cada uno de los elementos cinematográficos: todos ellos tienen en sí una reflexión acerca del viaje de la especie humana y su lugar en el universo. El origen del uso de estos elementos se encuentra en la tradición literaria, en obras como Childhood's End, de Arthur C. Clarke, o Star Maker, de Olaf Stapledon; ambas ―como muchas otras― son anteriores a la película. Por ello defendemos que no puede ser desarrollado por los métodos estéticos tradicionales del realismo.

Veámoslo.

Se inicia la película sobre negro, en la oscuridad del vacío. Escuchamos una música inquietante. A continuación, encontramos un amanecer sobre planetas y suena el Así habló Zaratustra, basado en la obra de Nietzsche. Este tema marcará los momentos en que se da un nuevo comienzo. Esta primera aparición rememora el «Hágase la luz» bíblico tras el vacío oscuro al que hemos hecho referencia. La unión que se hará más adelante, mediante la misma música y la misma microestructura (con los pasos evolutivos de la Humanidad) nos coloca en una posición intelectual equivalente a la de la creación del Universo.

A continuación, nos encontramos con unos primates que poco parecen diferenciarse, en cuanto a inteligencia, de otros animales. No hay música; el silencio domina la superficie del planeta: no existe composición musical alguna porque el ser humano como tal carece de presencia. Los primates pasan el tiempo con monotonía, sin comunicación entre ellos. De pronto aparece un objeto imposible: un monolito negro rectangular.



De nuevo, surge la música inquietante con que se nos mostró el vacío inicial; es un elemento narrativo con el que se reforzaría la idea de causa y efecto que subyace en el primer contacto con el monolito.

Mientras suena esta música, los primates temen tocar el monolito y hacen numerosos amagos hasta, por fin, entrar en contacto con él. Tras este hecho, el sol surge desde detrás del monolito, como en un nuevo amanecer (pronto descubriremos que con él terminan estos individuos de ser simios y se hacen humanos). Es una imagen casi idéntica a la que relacionamos hace un momento con el «Hágase la luz».

Tras el descubrimiento por parte de los primates de este objeto, se produce un cambio en ellos. Uno de la tribu se da cuenta, sin causa aparente, de que puede emplear un hueso como utensilio: en realidad, como arma. Esta innovación en sus vidas va a llevarles a dominar su espacio: el primate ejecutor intuye las consecuencias del hecho y arroja el hueso al cielo en un gesto de plenitud. El acompañamiento musical es, de nuevo, el Así habló Zaratustra de Strauss, igualando así ―como ya he indicado― el descubrimiento de las herramientas (comienzo de la tecnología y, por tanto, de la civilización humana) con la creación del universo [2].




Ya podemos ir construyendo un  primer esquema, obvio, de microestructura (música-monolito-amanecer) al descubrir cómo funciona ―mediante paralelismos― la macroestructura (la obertura y el primer acto de la película):

Paralelismos en microestructura y macroestructura




Microestructura



Protagonista
Música inquietante
Amanecer
Así habló Zaratustra

Obertura
Inicio
(Idea de evolución hacia un nuevo comienzo)
Vacío del Cosmos
Creación del universo
Creación del universo
Macroestructura
Primer acto
Tribu de primates (Idea de evolución hacia un nuevo comienzo)
Aparición del monolito
Contacto en la Tierra
Evolución tecnológica

La siguiente imagen de la película nos muestra una estación espacial. El ser humano ha desarrollado su capacidad para el uso de utensilios hasta salir de su planeta [3]. En la estación, se habla de un monolito negro rectangular que ha aparecido en la Luna. Éste es el segundo acto de la película.


La aparición del monolito ha creado numerosos problemas sociales, mentiras, subterfugios… Todos los personajes exhiben tópicas convenciones sociales mientras se encuentran sentados en círculo, como los primates del principio. La evolución de la Humanidad en cuanto extrañeza sólo ha cambiado en cuanto a que sus costumbres sociales se han vuelto más complejas; sin embargo, el principio que seguían los primates es el mismo que el seguido por los humanos del año 2001. De nuevo, nos encontramos a los distintos individuos dudando ante la aparición del monolito. Ya no expresan sus dudas con gruñidos y gritos, sino mediante rodeos en las conversaciones y excusas para no acabar de entrar en contacto con él.

Como decimos, la expresión de esas dudas se ha hecho más compleja, pero al final nos encontramos con el mismo resultado: el astronauta (evolución del antiguo primate) dudando con la mano extendida ante la piedra negra (exactamente igual que hace cientos de miles de años). Al entrar en contacto con ella, una señal es enviada hacia Júpiter.

A continuación, el tercer acto. Nos adentramos en una nave espacial en viaje científico a Júpiter. Tres de sus tripulantes se encuentran en hibernación y otros dos —como nuestros amigos los primates del principio— pasan el tiempo con monotonía, sin conversación entre ellos. Además, está con ellos un ordenador de última generación, infalible: HAL 9000. Se nos dice una y otra vez que este ordenador no puede equivocarse (el «camello» simbólico de Nietzsche). Es el Dios que hemos construido nosotros mismos, sólo que en esta ocasión ―al contrario que el del cristianismo o el islamismo u otra religión― tiene presencia física. También deberemos entrar en conflicto con él ―como exige Nietzsche― y también toda la ayuda que nos ha prestado su existencia a través de los siglos nos provocará dolor cuando reconozcamos que es hora de dejarlo atrás. Observemos cómo desarrolla Kubrick esta idea.


En un momento dado, el ordenador comienza a cuestionarse puntos oscuros, que no entiende, de la misión. Sobre todo, lo concerniente a los porqués.

Bowman, uno de los astronautas, no aclara sus dudas.

Más tarde, descubriremos que el ordenador sabe algo que los tripulantes desconocen: la existencia del monolito de la Luna y su relación con una cultura extraterrestre que quería saber cuándo la humanidad alcanzaría cierto nivel tecnológico: el del viaje interplanetario (madurez evolutiva). HAL, ante la imprecisión de las respuestas y ante el inminente contacto con la cultura extraterrestre, boicotea la misión. Mata a cuatro de los cinco astronautas. El último, Bowman, consigue escapar y desconectar a HAL. En realidad, HAL sabe que van a encontrarse con otra inteligencia, que todo va a cambiar.

Todo ello queda claro en la novela de Clarke y en su continuación: 2010. Sin embargo, una vez más, a Kubrick no le interesa narrar los acontecimientos, sino sólo mostrarlos. El narrador omnisciente no existe aquí.

Llegados a este punto, podemos entender que los esquemas que representa HAL quedarán obsoletos en poco tiempo y, por si fuera, poco, sus creadores le han obligado a mentir y, del mismo modo, le mienten a él. ¡Por eso, como el pensamiento único ante la Postmodernidad, HAL se revuelve ante sus criaturas rebeldes!

HAL ya no es necesario para continuar la misión, como las anteriores etapas de la Humanidad han quedado obsoletas. Incluso estorba, ya que puede provocar la destrucción del ser humano; por lo cual, el ser humano ha de deshacerse de él (el «león» simbólico de Nietzsche). Ha sido muy valioso para llegar hasta aquí, pero en realidad se trata sólo de una herramienta, aunque esté mucho más sofisticada que el hueso empleado por el primate al principio de la película. De un modo análogo, el cristianismo, el pensamiento único, cierta metafísica habrían constituido sólo, de la misma manera, una herramienta que ―como expresa Nietzsche― debe ser dejada a un lado. De aquí podríamos deducir que las estructuras anteriores a la Modernidad han quedado obsoletas, por lo que los nuevos paradigmas han de enfrentarse ―incluso violentamente en ocasiones― a ellos para alcanzar nuevos estadios.

Tras desconectar a HAL, Bowman decide salir de la nave para encontrarse con un nuevo monolito que flota en el espacio en la órbita de Júpiter (seguramente el lugar de recepción de la señal que partió de la Luna). Como el niño antes de convertirse en superhombre, Bowman deja todo atrás para iniciar el siguiente paso en su evolución. Éste tendrá lugar en cuanto entre en contacto con el monolito.

En este siguiente paso (el cuarto acto), Bowman sufre una transformación traumática incomprensible para nosotros. Las imágenes psicodélicas muestran esta saturación de los sentidos y este viaje a través de las estrellas hasta un lugar más allá de los prejuicios espaciales y temporales.


En otro momento más lírico que narrativo, la expresión de este hecho se produce a través de la imagen del ojo de Bowman cambiando de percepción: según percibimos nosotros su ojo, así cambia la percepción de Bowman de la realidad. Puede incluso contemplar el Gran Cañón desde múltiples facetas. Ha trascendido la visión cotidiana, usual, del espacio. No se nos explica linealmente, sino por saturación de impresiones cromáticas y cinéticas: el lirismo al que tanto se acercaron la psicodelia y el pop de los cincuenta a los setenta.

Clarke, el narrador, por el contrario, describirá el paso a través de un agujero de gusano en busca de una explicación menos lírica y más narrativa.

Una vez establecida esta variación en sus percepciones espaciales ―tras abrirse las puertas de la percepción―, la cápsula de Bowman llega a una habitación de decoración lujosa. Por la novela de Clarke (y con algunos cambios más estéticos que argumentales), sabemos que los extraterrestres han dispuesto esta habitación para mayor comodidad de Bowman, quien pasará allí en observación el tiempo que le queda de vida. Durante dicha vida, trascenderá los prejuicios temporales, viviendo simultáneamente diversas edades; tan pronto es un hombre adulto como un viejo. Unas edades se combinan con otras.

Paralelismos


  

Microestructura



Protagonista
Música inquietante
Amanecer
Así habló Zaratustra

Obertura
Inicio
(Idea de evolución hacia un nuevo comienzo)
Vacío del Cosmos
Creación del universo
Creación del universo
Macroestructura
Primer acto
Tribu de primates (Idea de evolución hacia un nuevo comienzo)
Aparición del monolito
Contacto en la Tierra
Evolución tecnológica

Segundo acto
Ser humano
(Idea de evolución hacia un nuevo comienzo)
Aparición del monolito en la Luna
Contacto en la Luna
Evolución sobre el Espacio y sobre el Tiempo

El humano final es el siguiente paso en la evolución. Por ello, ha tenido el ser humano, como especie, que superar la limitación del Tiempo. Para ello, tiene que comprender también su propia existencia. Cuando concluya ese paso, podrá pasar al siguiente estadio, en el cual se unirá a ese «afuera», ese Cosmos infinito en el que ya ha transcurrido la mayor parte de la película.

Para conseguirlo, debe llegar al momento de la muerte: momento donde dará un paso más, al abandonar su cuerpo. Es en este momento en el que aparece por última vez el monolito, como punto nuevo de inflexión a un nuevo estadio evolutivo. Ahí Bowman comprende que debe trascenderse a sí mismo. Tras contactar por última vez con el monolito, vuelve a un estado embrionario, señal de que se ha convertido en el superhombre de Nietzsche. Está más allá de las limitaciones espaciales, temporales y corporales. Tras esta nueva evolución, Bowman vuelve al planeta Tierra como emisario.

Paralelismos




Microestructura



Protagonista
Música inquietante
Amanecer
Así habló Zaratustra

Obertura
Inicio
(Idea de evolución hacia un nuevo comienzo)
Vacío del Cosmos
Creación del universo
Creación del universo
Macroestructura
Primer acto
Tribu de primates (Idea de evolución hacia un nuevo comienzo)
Aparición del monolito
Contacto en la Tierra
Evolución tecnológica

Segundo acto
Ser humano
(Idea de evolución hacia un nuevo comienzo)
Aparición del monolito en la Luna
Contacto en la Luna
Evolución sobre el Espacio y sobre el Tiempo

Tercer y cuarto actos
Superhombre
(Segunda fase en la evolución hacia un nuevo comienzo)
Aparición del monolito en la órbita de Júpiter
Contacto en el Cosmos
Evolución en el Espacio y en el Tiempo

Ésta sería la idea narrativa de la película, con una estructura enormemente sencilla en cuanto a los elementos que la componen, muy fácil de entender por cualquiera que se haya parado a pensar en ello. La narración no hace avanzar el tiempo fílmico tanto como la lírica: la expresión de connotaciones parten de imágenes y sonidos prácticamente estáticos. Si bien la música de Strauss conlleva una cierta narración marcada por los distintos tempos de su ejecución, la historia como tal no avanza más que por pequeños (por su duración) cambios muy alejados entre sí.

Las imágenes que percibimos retratan más que narran. Existe una especie de búsqueda de lo documental-estático antes que de lo narrativo, como si se nos expusiera algo que existe realmente.

Apenas nos importan las sub-tramas, cuando las hay. La mínima conversación del doctor Floyd con su hija, por ejemplo, apenas se limita a exponer la personalidad y la cotidianeidad del doctor más que preocuparse por contarnos una historia. Apenas sabemos nada de la relación entre los dos astronautas principales ni de los problemas personales del doctor Floyd ni de los preparativos de la misión. Da la sensación de que, en comparación con la odisea -como especie- que se nos está contando, tales nimiedades carecen de importancia.

Como vemos, el carácter simbólico de cada elemento importa más que su importancia narrativa. No debe sorprendernos, por consiguiente, que la cámara se recree en las imágenes.

Entre los símbolos destacaremos los objetos esféricos; desde el principio de la película, con ese sol saliendo tras los planetas. También tiene forma esférica la estación espacial a la cual llega el doctor Floyd, así como la nave Voyager y las cápsulas de la misma. La imagen de unas esferas saliendo tras otras —en íntima comunión— es una imagen que se muestra tanto entre planetas como entre la nave y sus cápsulas. Desde hace siglos, la esfera ha sido símbolo cultural de la perfección en el imaginario occidental. En el Cosmos, los lugares donde habitan los hombres son esféricos y realmente el Universo está representado en la película desde este principio de perfección geométrica. En definitiva, todo lo relacionado con la exploración del Universo es esférico.


Un ejemplo: ¿es la carrera de Bowman dentro de la esfera, corriendo en un recorrido sin final, una traslación del mito de Sísifo? Tiene que salir de esa nave, de esa repetición, para pasar al siguiente estado.

También es una esfera el «ojo» de HAL, otro ser presumiblemente perfecto, puesto que en principio nunca se equivoca. La tecnología, por tanto, y la llegada al Universo son el final de un camino de perfección del ser humano.

También los sonidos son elementos semióticos fundamentales: el silencio del vacío estelar desaparece en la presentación de las naves, con el vals de Strauss, porque en esas imágenes no se pretende hablar del Universo, sino de los logros de la Humanidad desde la época de los simios. El vals sirve aquí de expresión del sentido de lo maravilloso: elemento fundamental del género de la ciencia ficción como llamada de atención sobre factores que normalmente pasaríamos por alto. En este caso, uno de esos factores es el progreso tecnológico de la Humanidad.

Del mismo modo, el silencio del vacío cósmico se contrapone a la constante presencia de sonidos en el entorno humano: respiración, motores de la nave, alarmas y distintos indicadores electrónicos. Recordemos cómo la presentación de la tribu de primates ―con sus gruñidos y gritos― viene precedida por el silencio de los lugares donde no existe vida animal.

Este silencio, unido a la perfección de las esferas, marcará una de las imágenes más representativas de las ideas nietzscheanas de la película: el primer enfrentamiento entre el ser humano y su creación. Bowman intenta volver a la Voyager con su cápsula, pero HAL no se lo permite. La cápsula y la nave quedan detenidas en el espacio, una frente a la otra, como si fuera un duelo. El ser humano se enfrenta ahí a todo lo que trae de carga al espacio, a la culminación de siglos de evolución. Es el momento para dar el siguiente paso antes de la siguiente aparición del monolito. Con el primer monolito, el ser humano venció los factores de más necesaria supervivencia: el leopardo. Con este paso, el ser humano debe desprenderse de lo que allí utilizó: la herramienta material, que se ha convertido en su presunción (recordemos el vals de Strauss), en su carga.

Por último, debe destacarse que esta épica lucha que se ha desarrollado durante milenios es observada con una impactante frialdad [4]. Esa frialdad ha sido uno de los más reconocibles rasgos de 2001. Se basa en dos elementos: en primer lugar, esos planos tan generales que confieren a la película la sensación de que somos espectadores alejados de una odisea que no nos incumbe. Esa frialdad y ese alejamiento son necesarios para poder apreciar la propuesta prospectiva sin dejarnos arrastrar con el argumento (el célebre distanciamiento brechtiano). Sólo al reflexionar sobre ella la vinculamos con nuestra propia existencia.

En segundo lugar, la tecnología que creamos, todos nuestros avances tecnológicos son fríos; los espacios donde viven los personajes no son en absoluto acogedores, no los echaremos de menos. Tampoco nuestras creaciones: la manera en que HAL dice que está asustado, cuando le pide a Bowman que no le desconecte es de tal frialdad que casi parece una parodia de la vida. Sí, podemos sentir añoranza por esa tecnología, pero no olvidemos que no es más que fría materia, por mucho que descorazone esa demoledora canción de amor que va deteriorándose mientras se va deteriorando la consciencia de HAL. Al final, cualquier amor que podamos sentir por esa carga… Sencillamente se apaga.

Por consiguiente, nos encontramos ante una demostración de lo falaz de una de los grandes mitos de la cultura: que la literatura, por definición, es más poética que el cine. Observamos cómo el lirismo de 2001 supera con creces el de la obra literaria. La pregunta inmediata podría ser obvia: ¿se debe a que la novela no es tan buena como otras novelas?

Sin embargo, la respuesta ha de ser negativa, pues ―como espero haber demostrado― las elecciones líricas realizadas por el director le aportan una riqueza poética a la película que difícilmente habrían encontrado una correcta traslación a la literatura. No se trata de valor estético de un objeto en particular, sino de potencialidad de cada lenguaje mediante los recursos que cada lenguaje posee. Plantear algo tan falaz como este mito ―como sería opinar que el mejor poema es siempre más estético que cualquier cuadro― no coincide con el análisis de obras maestras de la categoría de 2001: A Space Odissey.

Por otra parte, se puede leer desde una coherencia de toda la película respecto a las propuestas de Nietzsche y, por consiguiente, con la posibilidad de hablar sobre ellas empleando el lenguaje estético.




[1] Por comentar algunas excepciones, citaré algunos poemarios cuyos textos pertenecen al género en parte o en su totalidad. La piel del vigilante, de Raúl Quinto, está centrado en la sordidez del mundo futuro creado por Alan Moore en Watchmen. Cosmología esencial, de Rafael Pérez Estrada, toma todo el lirismo que puede ofrecer la ciencia ficción. Jesús Urceloy, en Diciembre: Noticias desde el yermo, nos maravilla o nos hace sonreír con varios poemas que demuestran un verdadero amor por el género.

[2] Clarke desarrolla mucho más esta cuestión desde cierto salto evolutivo basado en el aprendizaje de instrumental de los dedos prensiles. Para ello se basa en algunas teorías antropológicas. La diferencia entre estas teorías y las obras de Clarke y Kubrick se encuentra en que las primeras consideran que existe un motivador interno de la naturaleza y los dos artistas emplean el recurso estético de una civilización extraterrestre.

[3] De nuevo, Clarke es mucho más narrativo (se basa para la expresión de este salto en la maravilla de lo sucesivo) y Kubrick mucho más lírico (se basa para la expresión de este salto en la poeticidad de una imagen, de un espacio simbólico).

[4] Existen dos tipos de estética cinematográfica de ciencia ficción, una ―fría, aséptica― para mostrar sociedades deshumanizadas y otra ―sucia, orgánica― para mostrar sociedades decadentes. La primera es la estética de Gattaca, de The Truman Show o de Code 46. Considero que parte de la estética de 2001 principalmente, aunque podamos encontrar ejemplos anteriores, como en Metrópolis. La segunda es la de Blade Runner, The Matrix o Children of Men. Blade Runner es la gran influencia en este campo, incluso con ejemplos anteriores como Soylent Green.